Por Lamberto Hernández Méndez
.ZACÁN, Michoacán, 18 de febrero de 2022.- En los albores del año de 1943, algo grande se anunciaba para los habitantes de Parangaricutiro; las torres y sus campanas, anunciaban un concierto mañanero, las notas vagabundas del viento que ruedan por los barrancos, por las praderas, que suben por los montes hasta llegar a todos lados, los pinos heridos por los garfios del sol naciente, el canto del jilguero, la naturaleza toda, hablaba según su idioma, de algo desconocido hasta ese entonces en sus dominios, de un monstruo ardiente que despertaba de su letargo, luego de haber guardado silencio durante miles de años, hasta el 7 de febrero de 1943 que se anunció con repetidos temblores.
El entonces presidente municipal de Parangaricutiro, Felipe Cuara Amezcua, acude en demanda de auxilio, a las autoridades de Uruapan; envía un telegrama urgente, al presidente de la República, General Lázaro Cárdenas del Río, el 18 de febrero de 1943.
Dos días después, en una tarde crepuscular, en el llano de Cuyiutziro (aguililla), cerca del poblado de Parhíkutin, Dionicio Pulido Mateo, hombre forjado en las duras faenas del campo, purhépecha bronceado por el sol y el viento, contempla, asombrado, que algo tibio late bajo las plantas de sus pies.
Al poco tiempo, se levanta el dragón, sin comprender lo que sucede, Dionicio Pulido, presuroso se dirige a su poblado Parhíkutin, distante tres kilómetros.
Lo que nace, abre sus ojos al mundo, contempla el paisaje y envidioso, se levanta retando al ocaso empurpurado. Lleno de coraje, acomete contra la naturaleza, primero con bocanadas de humo, luego a manera de trueno, de relámpago, de cientos de cañones en tiempos de batalla, lanza su luz, su fuego, opacando así la claridad del día.
Sin ser la fiesta del pueblo, nos obsequia un castillo de mil colores.
Es así como nace el volcán bautizado como Parhíkutin, por estar en los terrenos del poblado del mismo nombre, el sábado 20 de febrero de 1943.
Parece una fragua que exhala humo negro, ceniza, arena, fuego y cientos de toneladas de piedras, que se transforman en múltiples colores antes de volver a la madre tierra.
La noche es de día para los habitantes de Parangaricutiro, y el amanecer del día 21 de febrero, los encuentra en acuerdos, “que se debe salir inmediatamente, no importa el lugar”.
Los hombres, mujeres e inocentes niños, contemplan al que no deja de vomitar fuego, arena y piedra; a lo que sería una nueva maravilla del mundo dada a conocer el 20 de febrero de 1943.
El General Lázaro Cárdenas del Río y el gobernador de Michoacán, Félix Ireta Viveros, prestan apoyo al pueblo en desgracia, y recomiendan que se evacúe de inmediato.
El pueblo de Parhíkutin, dice adiós a su paraíso, que ha quedado sepultado para siempre; una lápida negra lo cubre todo; Parangaricutiro se resiste a salir; hay ofrecimientos de los poblados vecinos como Zacán, Angahuan, Corupo, para hospedarlos, para formar con ellos un solo pueblo; a varias comunidades se han ido ya algunos.
La lava sigue su camino a 25 metros por hora; las autoridades ordenan que los habitantes de San Juan, deben salir del peligro inminente que ya está en las orillas del pueblo, y así fue que el 10 de mayo de 1944, parten del lugar, para iniciar una nueva vida, un nuevo pueblo.
Entre el llanto del pueblo, que se confunde con el rugido del volcán, se pierden en el mar muerto, de piedra calcinada, aquellos lamentos y tristeza. Así se inició el éxodo, hacia Angahuan, a donde llegan por la tarde.
Se camina lentamente, a lo lejos va quedando, como testimonio de lo acontecido, el templo con sus tres naves estilo renacimiento, como testigo de aquel cementerio negro, que ahora, han pasado a formar una sola vida con el volcán, con la lava que los abraza.
Al día siguiente, 11 de mayo, hay que seguir el viaje, ahora a la ciudad de Uruapan; una jornada de 33 kilómetros; la entrada es triunfal, se albergan en el templo de San Francisco.
El 12 de mayo, se reinicia la marcha hacia el destino anhelado, hacia el nuevo amanecer, el lugar elegido es el llano de Los Conejos, una vieja ex hacienda, enclavada a 10 kilómetros al poniente de Uruapan
La marcha es lenta, llegan a Ahuanítzaro (agua de conejo), un vallecito donde nace el agua y que por muchos años los abrigará. Para algunos es un suspiro de alivio, para la mayoría, una desilusión al encontrarse con las manos vacías y un porvenir negro de nubarrones.
Este es el final del camino, aquí termina la peregrinación. Es éste, el lugar escogido. No hay casas para vivir. San Juan de las Colchas empieza a resucitar el 12 de mayo de 1944.
Trabajan de común acuerdo ayudándose en todo, poco a poco se va trayendo del pueblo destruido, lo que pueda servir.
Se trazan calles, la plaza, el lugar del templo; el pueblo se levanta, resucita lentamente, pero con pasos firmes, a costa de sudores, lágrimas, sacrificios, privaciones. El canto del agua, del jilguero, de las jovencitas que sirven el churipo durante el día.
Tomado de los libros, Agonía y Éxtasis de un Pueblo, de David Zavala Alfaro y, El Pueblo que se Negó a Morir, de Rafael Mendoza. (Lamberto Hernández M.).